Dios Padre Madre
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EL SAN DE CADA DÍA

Nació el año 1603 en Copertino, pueblo del sur de Italia, de familia pobre y honrada. Desde joven mostró tener muy escasas las dotes intelectuales y las habilidades manuales. Superando muchas dificultades ingresó en la Orden de los franciscanos conventuales y sólo gracias a la fuerte ayuda de Dios llegó al presbiterado. Tras su ordenación sacerdotal se entregó de lleno al sagrado ministerio, inflamado en celo de las almas. Adornado de carismas singulares, éxtasis y levitaciones, por lo que es conocido como el «Santo de los vuelos», los superiores tuvieron que cambiarlo con frecuencia de un convento a otro, huyendo del fanatismo popular. Descolló por su obediencia, humildad, paciencia y caridad para con los necesitados de Dios. Manifestó ardiente devoción a los misterios de la vida de Cristo, en especial la Eucaristía, y a la Madre de Dios. Sus biógrafos dicen que lograba transmitir su santa y franciscana alegría mediante el modo de orar, enriquecido por atractivas composiciones musicales y versos populares que entusiasmaban a sus oyentes, reavivando su devoción. Murió en Ósimo (Marcas) en 1663.- Oración: Dios de misericordia, que con admirable sabiduría has querido que tu Hijo, al ser levantado de la tierra, atrajera todas las cosas hacia él, concédenos, por intercesión de san José de Copertino, tender a la perfección que nos has propuesto en la persona de tu Hijo, y vernos libres de la malicia de este mundo. 

LA PALABRA DE CADA DÍA

18 de septiembre de 2025

Tu fe te ha salvado, vete en paz

1.- Oración Introductoria.

Señor, hay escenas en el evangelio que son tan sublimes, tan tiernas, tan delicadas, que solamente han podido salir de Ti. La escena de este evangelio bastaría para reconocerte como Dios. Una persona humana es incapaz de inventar tanta grandeza, tanta delicadeza, tanta belleza. Tu mirada no se queda en lo superficial, sino que es capaz de bucear en el fondo del ser humano y descubrir esa imagen de Dios en lo profundo del corazón. Tú, Señor, eres la mejor escuela de humanidad.

2.- Lectura reposada del Evangelio: Lucas 7, 36-50

En aquel tiempo un fariseo le rogó a Jesús que comiera con él, y, entrando Jesús en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora. Jesús le respondió: Simón, tengo algo que decirte. Él dijo: Di, maestro. Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: Supongo que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: Has juzgado bien, y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra. Y le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados. Los comensales empezaron a decirse para sí: ¿Quién es éste que hasta perdona los pecados? Pero Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado. Vete en paz.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-Reflexión

Los protagonistas de esta escena son dos hombres y una mujer. El fariseo se recrea en recoger la basura y el estiércol del pasado de la pecadora para tirárselo a la cara: “Es una prostituta”. En cambio, a Jesús no le interesa para nada lo que ella ha sido sino lo que ella está llamada a ser: “puede ser una santa”.  Es interesante la pregunta de Jesús al fariseo: ¿Ves esta mujer? Porque tú no la has visto. Sólo has visto sus pecados, su miseria, su pasado. Pero esta mujer es mucho más que todo eso. Esta mujer, desde que ha entrado en esta casa, no ha dejado de sorprenderme con mil detalles de afecto y de cariño: Me ha lavado los pies con un perfume exquisito. Y no lo ha derramado a cuentagotas, sino que ha roto el frasco y me lo ha derramado del todo, sin reservarse nada. Y después me ha enjugado los pies con sus cabellos, con sus cabellos sí, con esos cabellos desmelenados que, en otro tiempo, han servido de atracción para otros hombres. Esa mujer tiene un gran corazón; esa mujer con sus besos, su ternura, sus mil detalles, es una afrenta y acusación para ti que, al entrar en tu casa, ni me has saludado, ni me has ofrecido agua para lavarme; eso que se hace en todas las casas con los invitados. Realmente has sido un grosero. Esa mujer ha demostrado mucho amor y por eso se le han perdonado sus muchos pecados. Una mirada superficial, llena de prejuicios, hunde para siempre a las personas. Una mirada limpia, profunda, creadora, positiva, las levanta y les hace crecer. En aquella casa entró una prostituta y salió una mujer. Una mujer con su dignidad perdida y ahora recuperada. Una mujer con la cabeza baja y ahora con la cabeza bien alta porque el mismo Dios le ha perdonado.

Palabra del Papa.

“El Evangelio que hemos escuchado nos abre un camino de esperanza y de consuelo. Es bueno percibir sobre nosotros la mirada compasiva de Jesús, así como la percibió la mujer pecadora en la casa del fariseo. En este pasaje vuelven con insistencia dos palabras: amor y juicio. Está el amor de la mujer pecadora que se humilla ante el Señor; pero antes aún está el amor misericordioso de Jesús por ella, que la impulsa a acercarse. Su llanto de arrepentimiento y de alegría lava los pies del Maestro, y sus cabellos los secan con gratitud; los besos son expresión de su afecto puro; y el ungüento perfumado que derrama abundantemente atestigua lo valioso que es Él ante sus ojos. Cada gesto de esta mujer habla de amor y expresa su deseo de tener una certeza indestructible en su vida: la de haber sido perdonada. ¡Esta es una certeza hermosísima! Y Jesús le da esta certeza: acogiéndola le demuestra el amor de Dios por ella, precisamente por ella, una pecadora pública. El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho, le perdona todo, porque «ha amado mucho»; y ella adora a Jesús porque percibe que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la comprende con amor a ella, que es una pecadora. Gracias a Jesús, Dios carga sobre sí sus muchos pecados, ya no los recuerda. Porque también esto es verdad: cuando Dios perdona, olvida. ¡Es grande el perdón de Dios! Para ella ahora comienza un nuevo período; renace en el amor a una vida nueva”.  (Homilía de S.S. Francisco, 13 de marzo de 2015).

4.- Qué me dice hoy a mí esta palabra ya meditada. (Guardo silencio)

5.-Propósito. Hoy me fijaré sólo en lo bueno y positivo de las personas con las que me relacione.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, al terminar esta oración, me quedo impresionado por tu gran amor, por tu gran misericordia. Tú no quieres que miremos las miserias y los pecados de los demás, para humillarles, para hundirles, para despreciarles. Tú quieres que nos miremos unos a otros con ese inmenso amor con que nos amas Tú.  El día que nos creamos de verdad lo que Dios nos ama, ese será el día más bonito para nosotros. Y a eso te refieres Tú, Jesús, cuando nos hablas del evangelio como una buena noticia.


IMAGEN Y VIDA

Cristo en la casa de Simón,

Pintado por Dieric Bouts el Viejo (1415- 1475),

Pintado hacia 1440,

Óleo sobre panel de madera

© Staatliche Museen, BerlíN

Reflexión sobre el cuadro

El Evangelio de hoy presenta uno de los momentos más inolvidables de toda la Escritura. En medio de una comida a la que Jesús había sido invitado, una mujer entra de repente sin invitación. Embargada por la emoción, empieza a llorar tan intensamente que sus lágrimas caen a los pies de Jesús. Con notable ternura, se las enjuga con sus cabellos, besa repetidamente sus pies y derrama un costoso ungüento del frasco de alabastro que había traído consigo. Es, desde cualquier punto de vista, una exhibición dramática y extravagante. Para el fariseo anfitrión de la comida, su comportamiento fue escandaloso e impropio, sobre todo porque era conocida en la ciudad como pecadora.

Sin embargo, Jesús no ve escándalo, sino amor. Comprende que sus acciones poco convencionales son la efusión de un corazón que ya ha probado la misericordia de Dios a través de Él. Sus gestos son gratitud encarnada. Amor en respuesta al amor. Ella había recibido el perdón, y a cambio ahora lo da todo. ¿No es absolutamente hermoso? El fariseo, que no había encontrado la misericordia de Dios de la misma manera, no podía comprender tal devoción. El acto de esta mujer es un recordatorio para todos nosotros: damos al Señor sólo porque Él nos ha dado primero. Nuestro servicio amoroso fluye del don previo de Su amor incondicional. Antes del mandamiento de amarnos los unos a los otros viene la invitación a recibir el amor de Cristo en nuestros corazones.

Nuestra pintura flamenca de Dieric Bouts, de hacia 1440, representa la escena de hoy. En un interior estrecho y abovedado, vemos a Simón el fariseo sentado a la mesa con sus invitados, con la comida ya preparada. A la izquierda, la mujer conocida como pecadora se arrodilla ungiendo los pies de Jesús con devoción. Simón (el único que lleva zapatos) observa atentamente la escena, con expresión de desaprobación, mientras Pedro, sentado a su lado, mira atónito. En la cabecera de la mesa, el joven Juan hace un gesto como para llamar la atención del donante dominico arrodillado sobre lo que está ocurriendo. El donante que encargó el cuadro, sin embargo, aparta la mirada, con las manos levantadas en oración, como abrumado por la santidad del momento.

La disposición de las figuras en torno a la comida recuerda otras escenas familiares de la vida de Cristo: la Última Cena y la cena de Emaús. La mesa está puesta con pan, vino y pescado, aludiendo también al milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Los artistas a menudo ampliaban una narración en otras narraciones.


Hoy el reto del amor es que, ante las pequeñas decisiones que tengas que tomar, pongas tu mirada y confianza en Cristo y arriesgues

Hola, buenos días, hoy Joane nos lleva al Señor. Que pases un feliz día.

ARRIESGA

Estos días tenía que tomar una decisión y continuamente me debatía entre “sí… bueno, mejor no”, y no llegaba a dar la respuesta. Cuanto más lo pensaba, más inseguridad sentía, porque lo que nos paraliza son las dificultades que sentimos a la hora de decidir y, cuanto más tiempo pasa, más nos centramos en ellas.

Incluso sabiendo lo que tenemos que hacer, no conseguimos dar la respuesta definitiva.

Cuando sabes lo que tienes que hacer y el miedo a arriesgar te paraliza… es que falta lo que nos hace saltar: la confianza.

Confiar nos hace arriesgar; está por encima de cualquier inseguridad y hace que podamos descansar. Puede que no sepas cómo saldrá, si irá bien o mal, pero tendrás la certeza de que Jesús está contigo y en Él encontrarás la fuerza y el valor.

El truco está en vivir desde la confianza en lo cotidiano, y en la medida en que vivas poniendo por delante la confianza en lo pequeño y experimentes que Cristo viene a tu encuentro una y otra vez, podrás tomar grandes decisiones con la certeza de que Él siempre te sostiene.

Una conversación, un cambio de planes, una dificultad, una noticia… cada día hay algo pequeño en lo que optar y confiar. Cuando tomas una decisión nunca la tomas solo; si le dejas, Jesús lo vive contigo y experimentar esto marca la diferencia.

“El corazón del hombre traza su camino, pero el Señor asegura sus pasos.” (Proverbios 16,9)

Hoy el reto del amor es que, ante las pequeñas decisiones que tengas que tomar, pongas tu mirada y confianza en Cristo y arriesgues.

El gozo y la paz serán tus guías.

VIVE DE CRISTO

¡Feliz día!

San Marcos, el Evangelista

Vida, legado y el mensaje del segundo Evangelio

San Marcos, conocido también como Juan Marcos, ocupa un lugar fundamental en la tradición cristiana como autor del segundo Evangelio canónico. Su figura emerge entre las primeras comunidades cristianas como testigo cercano de los hechos fundacionales de la fe, puente entre la tradición oral de los apóstoles y la escritura sagrada que transformaría el mundo. Explorar la vida de San Marcos es adentrarse en las raíces del cristianismo y comprender la profundidad del mensaje que transmitió a través de su Evangelio.

Orígenes y primeros años

La información sobre los orígenes de Marcos proviene principalmente del Nuevo Testamento y de tradiciones transmitidas por la Iglesia primitiva. Se le identifica como hijo de María, una cristiana de Jerusalén cuya casa servía como lugar de reunión para las primeras personas creyentes. Es probable que naciera en Jerusalén en una familia judía de relativa posición, lo que le habría permitido recibir una buena educación. Su nombre doble, Juan Marcos, refleja su herencia hebrea y romana, indicando el contexto multicultural en el que se desenvolvió la primera comunidad cristiana.

Marcos aparece por primera vez en los Hechos de los Apóstoles. Allí se menciona que su madre era propietaria de una casa donde Pedro, tras ser liberado milagrosamente de la prisión, buscó refugio y donde varias personas oraban por él. Esta referencia sugiere que la familia de Marcos estaba profundamente comprometida con la nueva fe.

Marcos y los apóstoles: discípulo y colaborador

La vida de San Marcos está marcada por su cercanía a figuras clave del cristianismo primitivo. Se le considera compañero de viaje y colaborador de Pablo y Bernabé, su primo. Según los Hechos, Marcos acompañó a estos misioneros en su primer viaje, aunque posteriormente regresó a Jerusalén, lo que provocó una diferencia entre Pablo y Bernabé. Sin embargo, la reconciliación llegó más tarde, y Pablo, en sus cartas, lo menciona como un colaborador valioso y alguien de confianza.

San Marcos mantiene además una relación singular con el apóstol Pedro, quien lo llama “mi hijo” en su primera epístola. Esta expresión sugiere una relación de estrecha confianza y discipulado. Es a través del testimonio oral de Pedro que, según la tradición, Marcos redacta su Evangelio, buscando plasmar la enseñanza y los recuerdos del apóstol en un relato coherente y accesible.

Autor del segundo Evangelio

La obra más trascendental de San Marcos es, sin duda, el Evangelio que lleva su nombre. Escrito probablemente entre el 65 y el 70 d.C., se cree que fue redactado en Roma para una comunidad cristiana de origen gentil que enfrentaba la persecución y la incertidumbre. Su Evangelio es el más breve de los cuatro canónicos, pero destaca por su dinamismo y sencillez, así como por la humanidad con la que presenta a Jesús.

El Evangelio de Marcos es directo: narra los hechos con inmediatez, empleando frases cortas y frecuentes transiciones como "y luego". Su relato enfatiza la acción, los milagros y los encuentros de Jesús con personas marginadas, enfermas o necesitadas de compasión. Marcos no omite las emociones humanas de Jesús ni los momentos de incomprensión o debilidad de los discípulos, lo que otorga a su texto una autenticidad y cercanía que ha cautivado a generaciones.

Características literarias y teológicas

El Evangelio según San Marcos posee singularidades que lo distinguen. Es el primero en ser redactado, sirviendo como fuente para Mateo y Lucas. Presenta una estructura narrativa en torno a la identidad de Jesús como Mesías, un misterio que se va desvelando a través de los malentendidos de quienes le rodean: los discípulos, la multitud e incluso los enemigos.

Una de las características más notables es el llamado “secreto mesiánico”: Jesús ordena a quienes han presenciado milagros o curaciones que no lo divulguen. Este motivo subraya que la verdadera identidad de Jesús sólo puede comprenderse plenamente a la luz de su pasión, muerte y resurrección. San Marcos invita a la comunidad a descubrir en el sufrimiento de Cristo el sentido profundo de la salvación.

El Evangelio también se caracteriza por su realismo. Los discípulos aparecen con dudas, miedo e incomprensión, y no se idealizan sus reacciones. Esta representación honesta refleja la vida de las primeras comunidades, que experimentaban persecución y luchaban por mantenerse fieles en medio de la adversidad.

San Marcos y la comunidad cristiana

Se considera que la obra de Marcos fue clave para fortalecer la fe de personas que enfrentaban pruebas y persecuciones. Al presentar a Jesús como el Mesías sufriente, pero también victorioso, ofrecía esperanza y sentido en medio de la dificultad. Este mensaje resultaba especialmente necesario en Roma durante la persecución de Nerón, cuando las personas cristianas buscaban respuestas y consuelo.

La tradición afirma que San Marcos fue el primer obispo de Alejandría, donde fundó una de las comunidades cristianas más influyentes del mundo antiguo. En Egipto, su legado se mantiene vivo a través de la Iglesia copta, que lo venera como su fundador y mártir. Se cuenta que Marcos murió en Alejandría alrededor del año 68 d.C., víctima de la persecución, aunque su testimonio se perpetuó en la comunidad que dejó.

Iconografía y patronazgo

En el arte cristiano, San Marcos suele representarse como un hombre joven acompañado de un león alado, símbolo que remite al inicio de su Evangelio: “voz que clama en el desierto”. El león representa la fuerza, el coraje y la realeza de Cristo. Es patrono de Venecia, ciudad donde reposan supuestamente sus reliquias en la majestuosa Basílica de San Marcos, uno de los templos más emblemáticos de la cristiandad.

La figura del evangelista es también asociada con la inspiración y la fidelidad en la transmisión del mensaje, por lo que es invocado por personas dedicadas a la escritura, el estudio y la comunicación.

Legado e influencia

El Evangelio de San Marcos marcó profundamente el desarrollo de la teología cristiana y la literatura sagrada. Su estilo directo e imágenes poderosas inspiraron a otras personas evangelistas y continúan guiando la lectura y meditación de comunidades de todo el mundo.

San Marcos nos recuerda la importancia del testimonio: no sólo el testimonio de palabras, sino aquel que se vive en el compromiso diario, en la superación de las dudas y debilidades, y en la apertura al misterio de la fe. Su vida y obra siguen siendo un faro para quienes buscan comprender y vivir el mensaje de Jesús en contextos de dificultad, incomprensión o persecución.

A través de la figura de San Marcos, la Iglesia recibió no sólo un relato único de la vida y enseñanzas de Jesús, sino también un modelo de humildad, servicio y perseverancia. Leer su Evangelio es adentrarse en la experiencia fundadora del cristianismo; es descubrir a Jesús como el Mesías que se compromete con las personas vulnerables y marginadas, y que revela en su muerte y resurrección la plenitud del amor divino.

En un mundo donde la fe y la esperanza pueden parecer frágiles frente a la incertidumbre, la voz de San Marcos resuena con fuerza, invitándonos a la confianza y al seguimiento fiel, sin importar las pruebas del camino. Su testimonio sigue vivo, animando a nuevas generaciones a escuchar, meditar y vivir el Evangelio con pasión y autenticidad.


La Consolación Cristiana

El refugio del alma en la esperanza y la fe

En el transcurso de la vida, las personas se enfrentan a momentos de dolor, incertidumbre y pérdida, donde la esperanza parece desvanecerse y las fuerzas flaquean ante las pruebas. Es en estos instantes de fragilidad cuando la consolación cristiana emerge como un bálsamo profundo, capaz de restaurar el ánimo y renovar la confianza en el porvenir. Más que un simple paliativo emocional, la consolación cristiana constituye un pilar fundamental que sostiene, orienta e impulsa a quienes buscan refugio en el mensaje de amor y salvación del Evangelio.

El significado de la consolación cristiana

La palabra "consolación" deriva del latín consolatio, que significa "alivio" o "descanso" frente al dolor. En el ámbito cristiano, esta consolación adquiere un sentido trascendente, pues no se limita a palabras de ánimo, sino que apunta a una experiencia profunda de encuentro con Dios, quien, según las Escrituras, es “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3). Así, la consolación cristiana se entiende como el alivio que proviene de confiar en la presencia amorosa y fiel de Dios, incluso en medio de las dificultades más arduas.

Fundamentos bíblicos de la consolación

La Biblia está llena de relatos, salmos y promesas en las que la consolación ocupa un lugar central. Desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel experimenta la cercanía compasiva de Dios: “Como alguien a quien consuela su madre, así los consolaré yo a ustedes” (Isaías 66:13). Los Salmos, oraciones milenarias del corazón humano, abundan en clamores y respuestas de consuelo: “Aunque camine por valle de sombra y de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo” (Salmo 23:4).

Ya en el Nuevo Testamento, Jesús se presenta como portador de consuelo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mateo 5:4). El Espíritu Santo mismo recibe el nombre de “Consolador” o “Paráclito”, es decir, aquel que permanece junto a las personas, las fortalece y les infunde esperanza. San Pablo, en sus cartas, reafirma esta experiencia al asegurar que “Dios nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos consolar a quienes están en cualquier tribulación” (2 Corintios 1:4).

El ejemplo de Jesús: consolar desde el amor

La vida de Jesús es, en sí misma, un testimonio de consuelo. A lo largo de su vida pública, se acercó a las personas más marginadas, a quienes sufrían enfermedades, soledad o desamparo. Los Evangelios narran cómo muchas personas encontraron en Él alivio y esperanza: ciegos recobraron la vista, leprosos recuperaron la dignidad, viudas y huérfanos sintieron el abrazo de la compasión.

Pero la consolación que ofrece Jesús va más allá del alivio inmediato. Él invita a cargar con su yugo, “porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo 11:30), animando a las personas a encontrar descanso para el alma en su cercanía. De este modo, la consolación cristiana implica, también, una invitación a confiar y abandonar las cargas en las manos de Dios.

Dimensiones de la consolación cristiana

La consolación cristiana se vive en diversas dimensiones:

  • Personal: En la intimidad de la oración, muchas personas experimentan el consuelo de saberse escuchadas y comprendidas por Dios, quien no es indiferente al sufrimiento humano.

  • Comunitaria: La Iglesia, como comunidad de creyentes, está llamada a ser instrumento de consolación. El acompañamiento mutuo, la solidaridad y la cercanía entre quienes comparten la fe son expresiones visibles de la compasión de Dios.

  • Práctica: La consolación cristiana se expresa también en obras concretas de misericordia: visitar a quienes están enfermos, acompañar a quienes sufren soledad, alimentar a quienes tienen hambre y ofrecer palabras de aliento a los afligidos.

La consolación en tiempos de prueba

Las crisis personales, los duelos, las enfermedades o el sufrimiento colectivo, como ocurre ante catástrofes naturales o injusticias, son contextos donde la consolación cristiana se revela con fuerza particular. En estos momentos, la fe se convierte en un ancla que sostiene cuando todo parece naufragar. Muchas personas encuentran en la oración, la lectura de los Salmos o la participación en la vida comunitaria, un consuelo capaz de transformar el dolor en esperanza y el miedo en confianza.

Testimonios de personas consoladas

A lo largo de la historia, hay innumerables testimonios de individuos y comunidades que, en medio de tragedias y persecuciones, han encontrado en el mensaje cristiano la fuerza necesaria para seguir adelante. Mártires, santos y creyentes anónimos han dado testimonio de cómo la presencia de Dios puede llenar de sentido incluso los momentos más oscuros.

La consolación cristiana y el sentido de la vida

La consolación no elimina el sufrimiento ni lo trivializa, pero lo transforma. Desde la óptica cristiana, el dolor puede adquirir un sentido nuevo al ser vivido en unión con Cristo, quien también padeció y lloró. Así, la consolación cristiana no es evasión, sino fuente de fortaleza para afrontar la realidad y comprometerse con la transformación del mundo.

La esperanza cristiana, fundada en la resurrección, asegura que el dolor y la muerte no tienen la última palabra. Esta certeza alienta a quienes sufren, recordándoles que ninguna lágrima es en vano y que existe la promesa de una vida plena y definitiva junto a Dios.

Prácticas para experimentar la consolación

A lo largo de los siglos, la tradición cristiana ha desarrollado diversas prácticas que favorecen la experiencia de consolación:

  • Oración: El diálogo sincero y confiado con Dios ofrece alivio y renueva la esperanza.

  • Lectura bíblica: Meditar en los pasajes de la Escritura que hablan del consuelo y la fidelidad de Dios puede fortalecer el ánimo.

  • Vida comunitaria: Compartir las cargas y alegrías con otras personas creyentes ayuda a no sentirse solo en las dificultades.

  • Obras de misericordia: Consolar a otras personas es, a su vez, fuente de consuelo para quien lo hace.

  • Sacramentos: Participar en los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Reconciliación, permite experimentar el abrazo misericordioso de Dios.

La consolación cristiana en el arte y la literatura

El arte sacro, la música religiosa y la literatura de inspiración cristiana han sido, a lo largo del tiempo, canales privilegiados de consolación. Himnos como el “Ave María”, cuadros del Buen Pastor o poemas espirituales han transmitido consuelo y esperanza a generaciones enteras. Estas expresiones culturales recuerdan que la belleza y el arte pueden ser medios para acercarse al misterio del consuelo divino.

Desafíos y sentido actual de la consolación cristiana

En una sociedad marcada por el individualismo, la prisa y el olvido de lo trascendente, la consolación cristiana sigue siendo un don precioso y necesario. Muchas personas sufren en silencio, sin encontrar sentido ni apoyo en su entorno. El desafío es, hoy más que nunca, ser portadores de consuelo, practicando la empatía, la escucha y la solidaridad, inspirados por el ejemplo de Jesús.

La consolación cristiana no es una simple ilusión ni un escape; es una experiencia real que transforma el dolor y sostiene la esperanza. Quienes la descubren, hallan en ella una fuente inagotable de sentido, fortaleza y amor. En tiempos de tribulación, la fe cristiana ofrece un refugio seguro, recordando que ninguna noche es eterna y que la luz de la esperanza brilla siempre para quienes confían en Dios y en su promesa de consolación eterna.

La Belleza del Avemaría

Seguramente el Avemaría es una de las primeras oraciones que aprendimos cuando éramos niños. Es una oración sencilla, un diálogo muy sincero nacido del corazón, un saludo cariñoso a nuestra Madre del Cielo.

Cuando el Arcángel San Gabriel anunció a la Virgen María el designio escogido de Dios, la saludó con estas palabras:

“Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo” (Lc 1, 28); y, poco después, su prima Isabel la enaltece diciéndole “bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre” (Lc 1, 42). 

Estas palabras han modelado una de las oraciones que, desde hace siglos, los cristianos recitamos con más frecuencia: el Avemaría. Designan a la Santísima Virgen como la predilecta para ser la Madre de Dios, y también Madre nuestra. 

El Avemaría es una belleza. Resume, en la más concisa síntesis, toda la teología cristiana sobre la Santísima Virgen. Nos recordaba San Luis María Grignion de Montfort que “en ella encontramos una alabanza y una invocación. La alabanza contiene cuanto constituye la verdadera grandeza de la Virgen María. La invocación contiene cuánto debemos pedirle y cuánto podemos alcanzar de su bondad”.

Un hermoso saludo 

Los saludos son de suma importancia en las relaciones humanas. Sabemos que nos permiten el acceso a otras personas, incluso a aquellas que no conocemos. Facilitan la comunicación, los intercambios, las reuniones, los encuentros, hacer amigos, caminar, pasear e informar. 

Las personas bien educadas saben saludar con cortesía. Las madres siempre intentan enseñar a sus hijos que aprendan a saludar y también corresponder a un saludo. San Bernardo dice que

“la Reina del cielo no es menos agradecida y cortés que las personas nobles y bien educadas de este mundo. Las aventaja en esta virtud como en las demás perfecciones y no permitirá que la honremos con respeto sin devolvernos el ciento por uno”.

Como un detalle de delicadeza en el saludo se suele utilizar el nombre de la persona. San Buenaventura complementa “María nos saluda con la gracia, siempre que la saludamos con el Avemaría”.

Y nos recuerda el Catecismo que la salutación del ángel Gabriel abre la oración del Avemaría.

Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo que Dios encuentra en ella.

En el momento en que santa Isabel oyó el saludo que le dirigía la Madre de Dios, quedó llena del Espíritu Santo y dicen las Sagradas Escrituras que el niño que llevaba en su seno saltó de alegría.

Si nos hacemos dignos del saludo y bendición recíprocos de la Santísima Virgen, seremos, sin duda, colmados de gracias y un torrente de consuelos espirituales inundará nuestras almas.

Cántico trinitario

El Avemaría es uno de los cánticos más bellos que podemos entonar a la gloria de Dios. Dice el Salmo, Te cantaré un cántico nuevo, y eso se vive en cada Avemaría. La salutación angélica es precisamente el cántico nuevo que David predijo que se cantaría en la venida del Mesías.

Alabamos a Dios Padre por haber amado tanto al mundo que le dio su Unigénito para salvarlo. Bendecimos a Dios Hijo por haber descendido del cielo a la tierra, por haberse hecho hombre y habernos salvado. Glorificamos a Dios Espíritu Santo por haber formado en el seno de la Virgen María ese cuerpo purísimo que fue víctima de nuestros pecados. 

Aseguraba san Luis María Grignion  de Montfort que el Avemaría «es un rocío celestial y divino, que al caer en el alma le comunica una fecundidad maravillosa para producir toda clase de virtudes. Cuanto más regada esté un alma por esta oración tanto más se le ilumina el espíritu, más se le abraza el corazón y más se fortalece contra sus enemigos. El Avemaría es una flecha inflamada y penetrante que, unida por un predicador a la palabra divina que anuncia, le da la fuerza de traspasar y convertir los corazones más endurecidos».

En la hora de la muerte

La cercanía de la Santísima Virgen en toda nuestra existencia hace que nos movamos a quererla cada día más, y hace surgir espontáneamente una sintonía con Nuestra Madre en el latir hondo del alma. Y esta oración tiene mucho que ver con el cariño de los hijos que saludan constantemente a su madre.

María está muy cerca de cada uno de nosotros: dispuesta siempre a comprendernos, a interceder continuamente delante del Padre, pendiente de nuestras necesidades.

Por eso al terminar cada Avemaría nos ponemos en sus manos «ahora», en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, hasta «la hora de nuestra muerte». Le rogamos que esté presente en ese momento, como estuvo también en la muerte de su Hijo, al pie de la cruz y que en la hora de nuestro tránsito al cielo nos acoja como madre nuestra para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso, a nuestra felicidad eterna en el pleno y eterno amor de Dios.


¿Conoces la oración "Stabat Mater" y cuándo se reza? 

Stabat Mater

Stabat Mater («Estaba de pie la Madre», en latín) es una secuencia (himno o tropo del Aleluya gregoriano) atribuida al papa Inocencio III y al franciscano Jacopone da Todi. Se la data en el siglo XIII. Comienza con las palabras Stabat Mater dolorosa («De pie la Madre sufriendo»). Como plegaria medita sobre el sufrimiento de María, la madre de Jesús, durante la crucifixión de su hijo.

En las artes plásticas, Stabat Mater es un tema del arte cristiano que representa a la Virgen, de pie, a la derecha de Cristo crucificado (es decir, a la izquierda del espectador), mientras que el apóstol Juan, también de pie, se representa a la izquierda de Cristo (es decir, a la derecha del espectador); reproduciendo la escena evangélica durante la que Cristo pronunció la tercera de las «siete palabras»: «Mujer, aquí tienes a tu hijo … Aquí tienes a tu madre», (Juan, 19: 26-27).

Es habitual que se disponga la escena como parte superior de retablos y coros altos; y conforma muchas de las Crux triumphalis y de las estaciones número doce de los viacrucis. Los días más adecuados para recitarla y meditarla son el Viernes de Dolores, el día de la exaltación de la Santa Cruz , 14 de septiembre, y el día de nuestra Señora de los Dolores, 15 de septiembre.

El Stabat Mater en la música

Stabat Mater (traducido del latín significa "Estaba la madre") es un himno católico del siglo XIII atribuído al fraile franciscano Jacopone da Todi. Esta plegaria, que comienza con las palabras Stabat Mater dolorosa (estaba la Madre sufriendo), medita sobre el sufrimiento de María, la Madre de Jesús, durante la crucifixión de Éste.

Stabat Mater es una de las composiciones literarias a la que más se le ha puesto música; cerca de 200 compositores diferentes. Múltiples compositores de distintas épocas, de género, de estilos y de visión musical han compuesto en base a este texto medieval. Entre los Compositores se cuentan Rossini, Franz Liszt, Krzysztof Penderecki, Giovanni Pierluigi da Palestrina, Francis Poulenc, Domenico Scarlatti, Antonio Vivaldi, Alessandro Scarlatti y Antonín Dvorák, siendo el más famoso el de Pergolesi.

Traducción de Lope de Vega del Stabat Mater

La Madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.

¡Oh cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.

Y cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
Y quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?

Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo.

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo;
porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu corazón compasivo.

¡Virgen de vírgenes santas!,
llore ya con ansias tantas,
que el llanto dulce me sea;
porque su pasión y muerte
tenga en mi alma, de suerte
que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore
y que en ella viva y more
de mi fe y amor indicio;
porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda
en el día del juicio.

Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén;
porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria.

Amén.

El sentido del sufrimiento

Todos hemos experimentado cómo, en un solo instante, un acontecimiento trágico es capaz de transformar nuestra vida al enfrentarnos de golpe a la dolorosa e ineludible realidad del sufrimiento; el cual nos revela nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Ya que el dolor, junto con la muerte, es inevitable en la vida de todo hombre y constituye, además, el gran misterio que acompaña a la humanidad: cómo Dios, bueno y omnipotente, permite el mal.

C.S. Lewis, en su obra El problema del dolor, explica que Dios es bueno y como tal hizo buenas todas las cosas. Pero el hombre, creado completamente bueno y feliz, desobedeció al Creador y “el hombre es ahora un horror y una criatura mal adaptada al universo, no porque Dios lo haya hecho así, sino porque él mismo se ha hecho así por el abuso de su libre albedrío”. Pues “la libertad consiste lisa y llanamente en elegir entre amar a Dios más que a nosotros mismos o a nosotros mismos más que a Dios”.

Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, siempre saca del mal, producido por la rebeldía del hombre, un bien mayor. De ahí que, si bien fue el pecado el que, al alterar el orden inicial de la creación de Dios, introdujo el sufrimiento en el mundo, es el sacrificio redentor de Cristo el que le da sentido al dolor del hombre al transformar la cruz (“para los judíos, escándalo; para los gentiles, insensatez”: 1 Cor 1, 23) en camino de salvación. Como afirmase San Gregorio Magno: “Aquel que es impasible en su divinidad quiso experimentar el dolor en su humanidad para hacer de nuestra miseria un camino hacia su gloria.”

Cristo transforma el sufrimiento, que tiene su máxima expresión en la ignominia de la cruz, en la prueba del amor más grande y puro: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Con ello el sufrimiento, antes símbolo de maldición y castigo, es para el cristiano, parafraseando a Santa Catalina de Siena, "la llave de todas las puertas: del amor, de la gracia y de la gloria”.

C.S. Lewis afirma que el dolor es la manera como Dios se hace escuchar en un mundo sordo, la manera en la que Dios persigue, querámoslo o no, darnos lo que realmente necesitamos, no lo que creemos necesitar. Así, Dios nos da la verdadera felicidad, no una felicidad engañosa centrada en bienes pasajeros.

En palabras de San Ambrosio: “El Señor no permite que suframos porque nos odia, sino porque nos ama más allá de nuestra comprensión. El dolor no es una caída, sino un peldaño en la escalera hacia la eternidad”. Pues el sufrimiento fortalece y purifica al alma, liberándola de lo terrenal a fin de la elevarla hacia lo celestial. Por ello, afirma: “El oro se purifica en el fuego; así también las almas se perfeccionan en el crisol de las pruebas”.

Dios nos perfecciona a través del sufrimiento. En palabras de C. S. Lewis: “No es la benevolencia del que quiere simplemente que los hombres estén contentos, sino la del artista que no descansará hasta haber plasmado su imagen perfecta en la criatura”. De ahí que, mientras muchos de nosotros renegamos, no solo de las grandes pruebas, sino de los pequeños sufrimientos y hasta de las mínimas incomodidades, los santos se imponen grandes penitencias al tiempo que aceptan y, hasta piden, el sufrimiento. 

De ahí que Santa Teresita del Niño Jesús exclamase: “Sólo una cosa me alegra; sufrir por Jesús; y esta alegría no sentida supera todo gozo”.

Pocas cosas nos acercan a Dios tanto como el sufrimiento; mas el dolor llevado con amargura y resentimiento, o con el orgullo de quien confía en sus propias fuerzas, es un sufrimiento desperdiciado. Ya que el dolor en sí mismo no purifica ni santifica, pues ni el mayor de nuestros sufrimientos tiene en sí mismo mérito alguno. Solo unido, por amor, a la Pasión de Cristo adquiere un valor extraordinario. “Pues ¿qué gloria es, si por vuestros pecados sois abofeteados y lo soportáis? Pero si padecéis por obrar bien y lo sufrís, esto es gracia delante de Dios. Para esto fuisteis llamados. Porque también Cristo padeció por vosotros dejándoos ejemplo para que sigáis sus pasos” (1 Pe 2, 20-21).

Abandonémonos con confianza en las manos del Padre, Quien “sí amó al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16) Y, ante las inevitables y duras pruebas, imitemos a Cristo en su agonía en el huerto: “Y adelantándose un poco, se postró con el rostro en tierra, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase este cáliz lejos de Mí; mas no como Yo quiero, sino como Tú” (Mt 26, 39).

Vivamos con la esperanza de que, si peleamos el buen combate, terminada la carrera Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos; y la muerte no existirá más; no habrá más lamentación, ni dolor (Ap 21, 4) Y, como San Pablo, tengamos la certeza de que “los sufrimientos de este tiempo no son comparables con la gloria venidera que se revelará en nosotros” (Rom 8, 18).


Cuando el deporte te enseña a mirar al otro

No hace falta recordar la situación en Gaza, pues la postura de la Santa Sede y de Naciones Unidas es bastante clara, y las imágenes y los datos hablan por sí solos. Igualmente, porque también es contundente el mensaje del Evangelio sobre la opción por los pobres, la violencia o lo que dice Jesús sobre el “ojo por ojo, diente por diente”. Pero soy consciente de la polémica de este tema y que hay ciertos cabos sueltos en estas protestas en La Vuelta donde más de uno frunce el ceño, y hace falta ver los grises. Está, por ejemplo, el agravio comparativo -y también silencio cómplice- con respecto a otras causas, el sesgo ideológico de «hunos» y «hotros», la ambigüedad de nuestros políticos y el rédito electoral y económico que sacan con todo esto, el blanqueamiento de regímenes a través del patrocinio deportivo, el peligro para los ciclistas que se ganan el pan de sus hijos y la impotencia por la falta de cauces vinculantes de protesta en nuestra sociedad ante lo que no funciona en nuestro mundo.

No obstante, asumiendo que es un problema complejo, conviene distinguir planos, y uno de ellos es la utilización del deporte como medio de protesta. Aunque haya un gran componente de espectáculo en La Vuelta y conlleve bastante ruido mediático, el deporte es uno de los pocos cauces de diálogo que puede poner en el mismo lugar a enemigos acérrimos. Somete a todos los participantes a unas reglas que no son las de las armas, y de esta forma quizás lleguen a ser tan solo rivales. Y creo que es tan profético como milagroso crear espacios donde países distintos -y también enfrentados- puedan mirarse a la cara sin tener necesariamente que odiarse. Por eso considero, en mi humilde opinión, que quizás querer excluir a un equipo de una competición deportiva o cultural por las atrocidades de su gobierno es siempre una oportunidad perdida -sea Israel, Rusia, Marruecos, China, EE.UU. o quién sea-, porque pesa más la cultura de la cancelación levantando muros que una sana visión del deporte, que debe trascender estas diferencias. Al fin y al cabo, estás queriendo dejar fuera a un colectivo arbitrariamente en base a un lugar de origen, y eso siempre es peligroso.

La cultura, la religión y el deporte tienen ejemplos de lo que ocurre cuando la ideología entra de lleno, pues la política no suele pagar favores. Y aquí vemos cómo la gente lejos de pensar en el dolor de tantas personas de Oriente Próximo se ve obligada a tener que opinar sin saber muy bien qué decir teniendo que medir cada palabra. Y en este campo las ideologías dividen a la sociedad, y por tanto se llevan el gato al agua, ya estén a favor o en contra o sean muy legítimas las causas.

Basta ya de comprender el deporte como un mero espectáculo y fomentemos un deporte donde todos quepan, también el que piensa distinto, porque eso es lo meritorio. De lo contrario gana el “ojo por ojo, diente por diente”, y así nos quedamos ciegos, y quizás también sordos.

El silencio de la mayoría

Al leer Lucas 23 podemos hacernos una idea de cómo fueron los últimos momentos de Jesús antes de ser crucificado: cómo los magistrados y los soldados se burlaban de Él o sus conversaciones con los dos malhechores que lo acompañaban en la cruz. 

En Lucas 23 resulta sencillo hacer una composición de lugar. Lo que no encontraremos, sin embargo, es a la mayoría de nosotros. Y no por nada en concreto, sino porque no somos protagonistas de esta historia. O no directamente.

Seamos sinceros: ninguno de nuestros pecados sería tan grave como para acompañar a Jesús en la cruz. Y lo más posible es que tampoco participáramos como público en un espectáculo tan vejatorio y sórdido como una crucifixión.

Lo más probable, en cambio, es que apartáramos la mirada, que simplemente miráramos a otro lado ante algo que nos desagrada. Algo que hacemos tantas veces ante las humillaciones, públicas o privadas, a las que asistimos en la sociedad de hoy en día. Nos incomodan, pero no lo suficiente como para querer actuar. 

Jesús, justo antes de ser abrazado por la cruz, dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lo dijo por los que lo condenaban y por los que estaban allí, asistiendo a su crucifixión. También por los que lo negaron una, dos o tres veces y por esa mayoría silenciosa que al mirar a otro lado permitimos los mayores errores, los horrores más grandes. Una mayoría silenciosa que al no querer saber nada acaba siendo cómplice.

El papa Francisco nos recuerda en Evangelii Gaudium que no debemos tener miedo de dejar que Jesús nos mire desde la cruz, porque le gusta mirar nuestra fragilidad. Él lo hace para ayudarnos y sostenernos.

Él, desde la cruz, nos acepta, abraza, perdona y nos envía de nuevo a la misión. A nosotros, que miramos a otro lado. Ojalá esas palabras resuenen con fuerza en nuestros corazones. Padre, perdónanos, porque no sabemos lo que hacemos.


Ningún algoritmo sustituye a un abrazo

Uno de los mensajes del Papa León XIV que más me han impactado en este corto tiempo de su pontificado ha sido el que dirigió a los jóvenes, cuando les recordaba que “ningún algoritmo podrá jamás sustituir un abrazo, una mirada, un encuentro verdadero, ni con Dios, ni con nuestros amigos, ni con nuestra familia”. Parece un mensaje obvio, pero no lo es tanto. Dado el contexto actual con sus impresionantes desarrollos tecnológicos y la desafiante y deslumbrante inteligencia artificial (IA), los cristianos tenemos el deber ineludible de hacer puentes de diálogo entre nuestra fe y nuestra cultura, sin despreciar, sin rechazar, sin condenar; sino tratando de encontrar el soplo bello y bondadoso del Espíritu en todo para así poder encontrar a Dios en todas las cosas.

En este contexto, los cristianos abiertos al mundo volvemos a afirmar con profunda claridad nuestra fe en un Dios que se ha encarnado en Jesús, pues “el verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). Este principio fundamental e irrenunciable de nuestra fe nos devuelve la mirada a lo real, más que a lo virtual; nos invita a priorizar a la presencia física en toda su plenitud, a propiciar la cultura del encuentro para contemplar vivamente el rostros de nuestros prójimos, el brillo de su mirada, la inocencia de su sonrisa, la frescura de su aroma, la tristeza de sus lágrima, la dulzura de sus palabras, la viveza de su aliento, la calidez de su abrazo y toda la humanidad de su presencia.

Siempre me ha impresionado la hermosa expresión de san Juan de la Cruz en su “Cántico Espiritual” en donde llora la ausencia del Amado a quien sale a buscar apasionadamente afirmando, insistiendo y rogando: “descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia   de amor que no se cura sino con la presencia y la figura.” Así es, la dolencia que produce la ausencia del Amado y de nuestros prójimos también amados, no se cura, sino con la presencia y la figura, es entonces donde podemos comprender toda la profundidad radical del mensaje de Papa León XIV y confiar en que ningún algoritmo, ninguna videollamada, ninguna fotografía, ningún mensaje virtual y ninguna inteligencia artificial puede sustituir la inefable calidez de un abrazo, la comunión que suscita una mirada y la fraternidad que produce un encuentro verdadero.

Andamos cortos de mitos

Ha muerto Robert Redford. E inmediatamente uno empieza a evocar momentos cinematográficos inolvidables. El humor y la solidez de “El golpe”, la libertad que transmiten “Dos hombres y un destino”, la tremenda dureza de “Gente corriente”, el romanticismo arriesgado pero triunfador de “Memorias de África”, el cinismo de “Quiz Show”…  Cuando yo empecé a seguirlo él ya era una figura consagrada.  He mencionado solo cinco películas. Tres las interpretó, dos las dirigió. Podrían ser muchas más.  Se multiplican las crónicas recorriendo su filmografía como actor, como director, hablando de Sundance, y de una figura tan coherente como respetada…

A mí hay algo que me da esperanza. En un mundo fragmentado y donde tanto se valora lo aparente y lo efímero, sigue habiendo figuras que logran ser colosales en lo suyo. Personas que trascienden la moda y el momento, y terminan siendo conocidos, apreciados, respetados y quizás llorados por generaciones enteras.

Ojalá no dejen de existir figuras así. Porque andamos un poco faltos de mitos. Cada vez quedan menos personas que sean así universalmente respetadas, no solo por su excelencia en lo suyo (ya sea el arte, el cine, el deporte, la política, su fe o su compromiso), sino también por su saber estar, su coherencia con los valores que defienden y una forma de presentarse sin estridencias ni payasadas. Hoy en día han sido reemplazados por figurines instantáneos, por cantamañanas digitales -con perdón-, por obsesos de la apariencia y la inmediatez, por figuras que creen que la fama es cuestión de viralidad y renuncian a la solidez de trayectorias escritas a base de años de trabajo, esfuerzo, de seriedad y responsabilidad.  Gracias a Dios, de vez en cuando una muerte nos recuerda que aún queda gente que logra hacerse un hueco en esta memoria colectiva. Que aún sigue habiendo personas que consiguen no ser olvidadas en vida, y cuyo último paso invita a la nostalgia, a la memoria, al aprecio por mucho de lo vivido con ellos o gracias a ellos.  

Estas vidas que, cuando se apagan, brillan en un último estallido, nos recuerdan que todos tenemos que aspirar a la excelencia. No por una cuestión de perfeccionismos innecesarios. Ni por autoexigencias mal entendidas. Ciertamente, no por alcanzar la fama (que además incluye, seguramente, una parte de suerte y carambola). Porque llevamos dentro, cada uno a nuestro modo, talentos únicos. Y hacer que se desplieguen a lo largo de la vida, es en realidad encontrar nuestro lugar en el mundo. Porque nada hay más extraordinario que la gente corriente, cuando deja brotar todo lo que lleva dentro.

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